domingo, 20 de agosto de 2017

La celda inexistente



Nos hemos encerrado en el neocortex. Esa poderosa capa del cerebro que el ser humano ha desarrollado nos ha arropado demasiado, y nos ha hecho creer que era un fin en sí misma y no parte de una evolución imparable. Aún seguimos utilizándola como un juez de nuestras percepciones y emociones, y no como un peldaño hacia niveles superiores de consciencia, no como una puerta para una expansión aún más rápida. No sabemos utilizar la razón a nuestro favor, y nos convertimos en mendigos, en siervos de ella. Servidumbre absurda siempre. El amo inconsciente se vuelve esclavo de su esclavo, depende de él.

Cuando dejamos que el intelecto nos domine no puede producirse la magia, el milagro. Lo inconcebible es dejado fuera de nuestra "realidad", y lo convertimos en algo inexistente para nosotros, algo que tememos porque ataca directamente a nuestro afán de control. Un control en el que necesitamos creer para no tener miedo. No dejamos que aquello que no entendemos nos viva por completo, y para ello lo ridiculizamos o lo miramos con superioridad para no sentirnos pequeñitos.

El ser humano piensa para creer que está protegido ante el misterio, algo imposible siempre. Así el intelecto se convierte en una barrera, en la muralla de un castillo, en una defensa. Y como siempre sucede: la propia defensa genera el miedo y el ataque. Creamos una coraza de sensatez, y esa coraza misma es la que se rebela contra nosotros y nos hiere. "¿Qué es el amor, maestro? Es la ausencia de miedo. ¿Y a qué tenemos miedo? Al amor". Por no querer sufir sufrimos aún más, negándonos la vida tal y como se presenta a cada instante, negándonos la entraga completa.

El corazón no se equivoca nunca. Esto no es una conclusión. Es una decisión. Lo vivido debía ser vivido, y debía ser vivido por la sencilla razón de que nada sucede en tu vida que tú no hayas creado, que no hayas invocado profundamente. Y uno crea lo que en ese momento necesita experimentar. Ignorar el impulso del corazón, analizarlo, es esconderse de la propia luz. Creemos impedir que el "exterior" nos agreda, y lo que impedimos es que "el interior" se manifieste, se dé. En ese sentido, entiendo, es en el que Antonio Blay afirmaba que "pensar es un retraso mental".

Cuando el ego mental nos domina, cualquier necesidad, deseo, o sentimiento, es racionalizado y disecado. La razón se convierte en un campo de exterminio. La ilusoria seguridad, el ilusorio entendimiento, atraen todo lo espontáneo y lo destruye. El intelecto sólo es útil cuando uno es capaz de domarlo y ponerlo a su servicio, y es capaz de elegir cuándo utilizarlo y cuándo no. Si uno se identifica con él se siente incapaz de decidir, porque este es el que le da la sensación de identidad. Y entonces.... Sientes una "necesidad" que no sabes satisfacer y la analizas hasta convencerte de que no es tal "necesidad", de que tu cuerpo no grita entero por ello. Deseas algo con todo tu alma y lo analizas hasta que encuentras una "razón" absurda para ese deseo y lo desprecias. Quieres crear algo y lo piensas tanto, tanto, tanto, que te sientes incapaz de alcanzar tu imágen mental de ello, y aparece entonces la ridícula idea del "fracaso". Tienes un sentimiento bello, nuevo, profundo y, al no encajar en tu costumbre, en tu idea del mundo, en tus planes, lo analizas hasta generar la duda en ti y repetirte que quizás no sientes lo que no puedes evitar sentir, lo que nunca podrás evitar sentir.

Es decir: Si en vez de utilizarlo sólo cuando nos sea útil, dejamos que el intelecto se haga cargo de nuestra "realidad", que sea él quien decida qué es "verdad", entonces nuestro estilo de vida, nuestro trabajo, nuestras relaciones... se vuelven rígidos, nuestra sexualidad y nuestra creatividad se bloquean, y nuestras emociones, al negarse o aplazarse, se infantilizan.

Han descubierto que un instante antes de que creamos tomar la decisión consciente de realizar algo, el cerebro ya ha mandado la orden de realizarlo al órgano correspondiente. Nuestro subconsciente toma la decisión antes de que nosotros sintamos que la estamos tomando. También se ha comprobado repetidas veces que a la hora de tomar decisiones sobre una materia determinada, el índice de aciertos es similar entre personas que no "saben" nada de dicha materia y entre supuestos "expertos", cuando no es ligeramente superior entre las personas que no "saben" nada. Lo que indica, en mi opinión, que la sabiduría no tiene nada que ver con el conocimiento, y que incluso a veces ambas cosas son contrarias. La sabiduría es consustancial a lo que somos, y es tapada y olvidada por ese desastre que llamamos "educación". El conocimiento es prestado, adquirido como una herramienta que nos hace sentir seguros, que nos da la ilusión de "entender". No somos capaces de aceptar el sencillo misterio de nuestro saber, y creemos necesitar de méritos, procesos, y dificultades para dar valor a las decisiones.

En toda encrucijada, "grande" o "pequeña", si uno presta atención, siempre existe una intuición pura, primaria, un impulso que nace en nosotros; y después un sinfín de juicios acerca de ese impulso. Nace un sentimiento inesperado, repentino, y después un ejército de razonamientos intentando contenerlo. La decisión ya ha sido tomada desde el principio. Toda reflexión es una pérdida de "tiempo". Al final la única decisión es entre el disfrute del presente, entre la alegría, y esas voces interiores que nos introdujeron de pequeños y nos hablan de deber, de qué es lo correcto, de qué es lo que uno tiene que hacer para pertenecer al rebaño. 


Como escribió Hölderlin: "El hombre es Dios cuando sueña, y un mendigo cuando reflexiona".

Pero el intelecto tampoco es un enemigo. "Yo" utilizo mi intelecto para escribir todo cuanto acabo de escribir, por ejemplo. Y para decir esto: Un mago, un alquimista, un chamán, acepta ser poseído por el misterio, y sabe que su absoluta falta de control es su poder más contundente.

Texto de David Testal


sábado, 19 de agosto de 2017

Séneca




Séneca fue un filósofo de obediencia estoica, aunque ni mucho menos fue un pensador pasivo o un mero repetidor de una doctrina determinada. Su estoicismo es de ascendencia pragmática, selectiva. Ni Séneca ni ninguno de los estoicos disimularon su aversión natural hacia la vida vulgar, ajustada exclusivamente a normas convencionales y utilitarias sin aspiraciones más nobles. Séneca en sus textos albergaba conocimientos del pensamiento estoico, epicúreo, cínico y académico en general.

En Séneca (ca. 1 a.C.-65 d.C.) encontramos una personalidad muy rica y atractiva: en él se dan a la vez el político, el escritor y el filósofo. Aunque no tenemos datos exactos sobre su fecha de nacimiento, la datación de sus obras o la edad en la que definitivamente se instaló en Roma, sí podemos estudiar los rasgos generales de su pensamiento gracias a sus plurales y variados escritos, que van desde tratados hasta cartas e incluso poemas.



Séneca destacó como pensador, tanto como intelectual y político. Consumado orador, fue una figura predominante de la política romana durante la era imperial, siendo uno de los senadores más admirados, influyentes y respetados; a causa de este extraordinario prestigio, fue objetivo tanto de enemigos como de benefactores.

De tendencias moralistas, Séneca pasó a la historia como el máximo representante del estoicismo y moralismo romano tras la plena decadencia de la república romana. La sociedad romana había perdido los valores de sus antepasados y se trastornó al buscar el placer en lo material y mundano, dando lugar a una sociedad turbulenta, amoral y antiética, que al final la condujo a su propia destrucción.

Aquí algunos fragmentos de su obra:

“Vivís como si fuerais a vivir siempre, nunca recordáis vuestra fragilidad, no observáis cuánto tiempo ha pasado ya. Lo perdéis como si dispusierais de un depósito lleno y rebosante, cuando puede que precisamente ese día dedicado a un hombre o una cosa sea el último. ¡Qué estúpido olvido de la mortalidad es diferir hasta los cincuenta o sesenta años los buenos propósitos y querer iniciar la vida allá donde pocos llegaron!”


“Nadie te devolverá los años, nadie te entregará otra vez a ti mismo. La vida seguirá por donde empezó, no revocará su curso ni lo suprimirá. No hará ruido ni avisará de su velocidad. Fluirá en silencio.”


“No puede hallarse ningún exilio dentro del mundo, pues nada que está dentro del mundo es ajeno al hombre. Es el alma quien nos hace ricos; ella nos sigue al exilio y, en medio de las soledades más ásperas, cuando encuentra cuanto es bastante para sostener al cuerpo, ella misma abunda y disfruta de sus propios bienes.”


“Hacer de la virtud, que es la más excelsa soberana, una criada del placer es propio de un ánimo incapaz de concebir nada grande. Que marche en cabeza la virtud y sea ella quien porte los estandartes. En cambio, quienes confían los impulsos naturales al placer carecen de las dos cosas; por una parte, pierden la virtud y, por otra, no tienen placer, sino que el placer los tiene a ellos, pues se atormentan por su falta o se ahogan en su abundancia.”


“Tú hablas de un modo -dices-, pero vives de otro”. La misma objeción, cabezas llenas de malignidad y animadversión a los mejores, se le hizo a Platón, se le hizo a Epicuro y se le hizo a Zenón; pues todos ellos decían no cómo vivían ellos mismos, sino cómo habrían debido vivir. Hablo de la virtud, no de mí mismo, y cuando clamo contra los vicios, lo hago en primer lugar contra los míos. Cuando pueda, viviré como es debido. La malevolencia teñida con veneno en abundancia no me apartará de los mejores; y la pestilencia con que rociáis a los demás y os matáis a vosotros mismos aún menos me impedirá continuar alabando esa vida, que yo mismo no llevo, pero que sé debe llevarse.


 “Ya ves cuán mala y perniciosa servidumbre ha de sufrir quien esté sometido alternativamente a placeres y dolores, que son los poderes más inciertos e incontrolados. Así que es preciso buscar una salida hacia la libertad. Y la libertad no la da otra cosa que la despreocupación por la suerte o fortuna. Entonces surgirá ese bien que no tiene precio, la tranquilidad de la mente puesta a salvo.”


“La eternidad del mundo consta de contrarios. A esa ley debe adecuarse nuestro ánimo; sígala, sométase a ella. Lo mejor es sufrir lo que no puedas enmendar, y acompañar sin murmuración a la Fortuna bajo cuya autoridad se presentan todas las cosas: mal soldado es el que sigue con gemidos a su general. [Como dijo Cicerón], guían los hados al que quiere, al que no quiere lo arrastran.”


“Soledad no es estar solo, es estar vacío.”
~ Séneca ~
(Esta frase toma relevancia  en el mundo de hoy, pletórico de ignorantes de las verdades trascendentes de la vida.)



jueves, 9 de febrero de 2017

Hermann Hesse - Obstinación



Una virtud hay que quiero mucho, una sola. Se llama obstinación. Todas las demás, sobre las que leemos en los libros y oímos hablar a los maestros, no me interesan tanto. En el fondo se podría englobar todo ese sinfín de virtudes que ha inventado el hombre en un solo nombre. 
Virtud es: obediencia. La cuestión es a quién se obedece.

La obstinación también es obediencia. Todas las demás virtudes, tan apreciadas y ensalzadas, son obediencia a leyes dictadas por los hombres. Tan sólo la obstinación no pregunta por esas leyes. El que es obstinado obedece a una ley, a una sola, absolutamente sagrada, a la ley que lleva en sí mismo, al “propio sentido”. ("Obstinación", en alemán es "Eigensinn", palabra compuesta que literalmente significa "propio sentido".)

¡Lástima que la obstinación sea tan poco apreciada! ¿Acaso goza de estima? ¡Oh, no! Incluso se la considera un vicio o al menos un lamentable desmán. Sólo se la designa por su hermoso nombre cuando molesta y suscita odio (por cierto que las verdaderas virtudes siempre molestan y suscitan odio. Véase Sócrates, Jesús, Giordano Bruno y todos los demás obstinados.)

Y cuando existe cierta voluntad de admitir la obstinación como virtud, o al menos como un bello atributo, se mitiga en lo posible su áspero nombre. “Carácter” o “personalidad” no suena tan desapacible o vicioso como “obstinación”. Tiene un tono más presentable, e incluso “originalidad” se acepta en último extremo, claro que sólo referida a tipos raros a los que se tolera, artistas y gente estrambótica. En el arte, donde la obstinación no puede infligir daños considerables al capital y a la sociedad, se la tolera, incluso como originalidad; en el artista es hasta deseable una pizca de obstinación; se paga bien.

Pero, por lo demás, en el lenguaje cotidiano entendemos por “carácter” o “personalidad” algo extremadamente complejo, algo que existe y puede ser exhibido y decorado, pero que en el momento decisivo se somete precavidamente a leyes extrañas. “Carácter” se le atribuye al hombre que posee algunas ideas y opiniones propias, pero que no vive según ellas. De vez en cuando deja traslucir, aunque discretamente, que en efecto piensa de otro modo, que tiene opiniones. En esta forma suave y sutil ya se considera entre los mortales el carácter una virtud.

Pero si un hombre tiene intuiciones propias y vive realmente de acuerdo con ellas, pierde el elogioso título de “carácter” y sólo se le concede el de “obstinación”. Pero analicemos literalmente la palabra. ¿Qué quiere decir “obstinación”? Terquedad, tener un “propio sentido”. ¿O no?

Todas las cosas del mundo tienen un “sentido propio”. Cada piedra, cada brizna de hierba, cada flor, cada arbusto y cada animal crece, vive, actúa y siente según su “propio sentido”, y en eso estriba el que el mundo sea bueno, variado y hermoso. Que haya flores y frutos, encinas y abedules, caballos y gallinas, estaño y hierro, oro y carbón, se debe única y exclusivamente a que todas las cosas del universo, hasta la más pequeña, tienen su “sentido propio”, llevan dentro su propia ley y la siguen absolutamente seguras e imperturbables.

Existen sobre la tierra solamente dos pobres seres malditos, a los que no les estás permitido seguir esa llamada eterna, y ser, crecer, vivir y morir como les ordena su propio sentido innato.

Sólo el hombre y el animal domesticado por él están condenados a no seguir la voz de la vida y del crecimiento y a someterse a unas leyes establecidas por el hombre y, de vez en cuando, infringidas y modificadas también por él. Y lo más curioso es que aquellos pocos que han desdeñado esas leyes arbitrarias para seguir las suyas propias, las naturales, han sido siempre condenados y lapidados, aunque luego fuesen venerados, precisamente ellos, como héroes y libertadores. La misma Humanidad que ensalza y exige de los vivos, como suprema virtud, la obediencia a sus leyes arbitrarias, esa misma Humanidad acoge en su eterno panteón a los que desafiaron aquellas órdenes y prefirieron perder la vida a ser infieles a su “propio sentido”.

Lo “trágico”, esa palabra maravillosamente sublime, mística y sagrada, llena de los estremecimientos del mítica juventud humana, que los reporteros profanan irresponsablemente a diario, lo “trágico” no es otra cosa que el destino del héroe, que sucumbe por seguir su propia estrella, en contra de las leyes tradicionales. Así y únicamente así se le revela a la Humanidad una y otra vez su “propio sentido”.

Porque el héroe trágico, el obstinado, enseña a los millones de seres mediocres y cobardes que la desobediencia a las normas del hombre no es capricho brutal, sino lealtad a una ley mucho más alta, más sagrada. O digámoslo así: el instinto gregario del hombre exige de cada cual ante todo adaptación y subordinación, pero sus más altos honores no se los reserva en absoluto a los sufridos, pusilánimes y dóciles, sino precisamente a los obstinados, a los héroes.

Así como los reporteros abusan del idioma cuando califican de “trágico” cualquier accidente de trabajo en una fábrica (término que para esos estúpidos es sinónimo de “lamentable”), la moda no es menos impropia cuando habla de la “muerte heroica” de los pobres soldados masacrados. Este es uno de los términos favoritos de los sentimentales, sobre todo de los que se quedan en casa. Los soldados que caen en la guerra merecen sin duda nuestra más profunda compasión. Generalmente han hecho y sufrido lo indecible y a la postre han pagado con su vida. Pero no por eso son héroes, tampoco aquel que siendo hasta hace un momento soldado raso y maltratado por el oficial como si fuera un perro, se convierte de repente, gracias a la bala mortífera, en héroe. La idea de masas enteras, de millones de “héroes”, es en sí absurda.

El “héroe” no es el ciudadano obediente, apacible y cumplidor. Heroico sólo puede ser el individuo que ha erigido su “propio sentido”, su noble y natural obstinación, en su destino. 

“Destino y espíritu son nombres de un mismo concepto”, dijo Novalis, uno de los poetas alemanes más profundo y desconocidos.


Pero el héroe es el único que tiene valor para asumir su destino. Si la mayoría de los hombres tuviesen ese valor y esa obstinación, el mundo sería otro. 

Nuestros maestros a sueldo (los mismos que nos ensalzan tanto a los héroes y obstinados de los tiempos pretéritos) suelen decir que entonces iría todo manga por hombro; pruebas de ello no tienen ni las necesitan.

En realidad, la vida entre hombres que siguieran independientes su propia ley y su propio sentido florecería con más riqueza y altura. Quizá en ese mundo quedaría impune más de un insulto y más de una bofetada precipitada que hoy entretienen a honorables jueces del Estado. De vez en cuando habría también un homicidio, pero ¿acaso no lo hay hoy, a pesar de todas las leyes y castigos? Sin embargo, muchas de las cosas terribles, inconcebiblemente tristes y demenciales que vemos proliferar con espanto en medio de nuestro ordenado mundo serían entonces desconocidas e imposibles. Por ejemplo, las guerras entre las naciones.

Ya oigo decir a las autoridades: “Tú predicas la revolución”.

Otro error, posible sólo entre personas de rebaño. Yo predico la obstinación, no la subversión. ¿Cómo iba a desear la revolución? La revolución no es otra cosa que la guerra, es, igual que ella, “la continuación de la política con otros medios”. El hombre que ha encontrado el valor de ser él mismo y ha oído la voz de su propio destino no tiene ya el más mínimo interés en la política, ya sea monárquica o democrática, revolucionaria o conservadora. Le preocupan otras cosas. Su “sentido propio”, como el profundo, grandioso y divino sentido propio de cada brizna de hierba, está dirigido hacia su propio desarrollo y nada más. “Egoísmo”, si se quiere. ¡Mas este egoísmo es totalmente distinto del despreciable egoísmo del usurero o del ansioso de poder!

El hombre que posee el obstinado “sentido propio”, al que yo me refiero, no busca ni dinero ni poder. No los desdeña porque sea un dechado de virtud o un altruista resignado. ¡Todo lo contrario! El dinero y el poder y todas esas cosas por las que los hombres se torturan mutuamente y acaban por matarse a tiros tienen poco valor para quien se ha encontrado a sí mismo, para el obstinado. Éste sólo valora una cosa: la misteriosa fuerza en su interior, que le ordena vivir y le ayuda a crecer. El dinero y similares no conservan, potencian ni ahondan esa fuerza. Pues dinero y poder son inventos de la desconfianza.

El que desconfía de la fuerza vital en su interior, el que carece de ella, tiene que compensarla con sucedáneos como el dinero. Para quien confía en sí mismo, para quien no desea otra cosa que vivir puro y libre su destino y dejarlo vibrar en su interior, esos medios auxiliares, desmesurados y pagados siempre con exceso, se reducen a instrumentos subordinados, de uso y posesión agradables, pero jamás decisivos.

¡Oh, cómo amo esa virtud, la obstinación! Cuando la hemos reconocido y hallado algo de ella en nosotros, todas las virtudes recomendadas resultan curiosamente dudosas.

El patriotismo es una de ellas. No tengo nada contra él. En lugar del individuo postula un complejo mayor. Pero verdaderamente como virtud sólo es apreciado cuando empiezan los tiros, ese medio tan ingenuo y ridículamente ineficaz de “continuar la política”. Generalmente se considera al soldado que mata enemigo más patriota que el campesino que cultiva su tierra con esmero. Porque éste obtiene una ventaja. ¡Y nuestra extraña moral considera siempre dudosa una virtud que beneficia y aprovecha a su dueño!

Pero ¿por qué? Porque estamos acostumbrados a acumular ventajas a costa de otros. Porque, llenos de desconfianza, creemos tener que desear siempre lo que otro posee.

El cacique de una tribu salvaje cree que la fuerza vital de los enemigos matados pasa a su persona. ¿No se basan en esta pobre creencia la guerra, la competencia, la desconfianza entre los seres humanos? ¡Sin duda seríamos más felices si equiparáramos el honrado campesino al soldado! Si abandonáramos la superstición de que toda la vida o alegría de vivir que gana una persona o un pueblo tiene que ser necesariamente arrebatada a otro.

Ahora oigo la voz del profesor: “Todo eso suena muy bien, pero por favor contemple el asunto objetivamente desde el punto de vista económico. ¡La producción mundial es…!”.

A lo que yo contesto: “No, gracias. El punto de vista económico no es en absoluto objetivo, es como un par de anteojos por los que se puede mirar con muy diversos resultados. Por ejemplo, antes de la guerra se demostraba desde el punto de vista económico que una guerra mundial era imposible, o que al menos no podía durar mucho. Hoy podemos demostrar, también económicamente, lo contrario. Por favor, ¡permitidnos pensar de una vez en realidades en lugar de fantasías!”.

De nada valen estos “puntos de vista”, llámense como se llamen, aunque vengan respaldados por los profesores más gordos del mundo. Son falacias. Ni somos máquinas calculadoras ni ningún otro mecanismo. Somos hombres. Y para los hombres existe únicamente un sólo punto de vista natural, una sola medida natural, la del obstinado. Para éste no existen ni el destino del Capitalismo, ni el destino del Socialismo, ni Inglaterra ni América; para él no existe nada más que la ley silenciosa y tenaz que late en su pecho, que resulta tan penosa al hombre cómodo y tradicional, pero que significa destino y Dios para el obstinado.
                                                        
                                                                    ~ HERMANN HESSE, Obstinación, 1919. ~